02 octubre 2006

Descubriendo... Australia! (Intro)

Australia suena a lo que es: un país lejano y enorme lleno de sorpresas.
Australia es inmensa. Su superficie es prácticamente igual que la de Estados Unidos o Europa Occidental. Tiene una extensión equivalente a quince veces España, pero con la mitad de población: mientras España tiene una densidad de población de 77´5 hab/km2, Australia tiene sólo 2´44 hab/km2. Imaginad, pues, lo tranquilos que viven los aussies... De hecho, ¡hay más canguros que personas en la isla!

En realidad, basta mirar un mapa para darse cuenta de que Australia es un país muy grande, pero también es cierto que solamente cuando uno está allí, percibe su verdadero tamaño. La mayor isla del mundo precisa de tres días para ser cruzada en tren y cerca de una semana para hacerlo en coche.

La distancia entre Sydney y Darwin es parecida a la que existe entre Madrid y Jerusalén y Perth dista lo mismo de Sydney que de Singapur. Entre el principal punto de entrada al país (Sydney) y el lugar de mayor atracción turística (Cairns, puerta de entrada a la Gran Barrera de Coral) hay tantos kilómetros como de Madrid a Kiev.

Por esta razón, al planear un viaje a Australia hay que tener en cuenta que allí, las proporciones a las que estamos acostumbrados, simplemente no existen.


Mi primer viaje a Australia tenía la siguiente hoja de ruta: aterrizar en Brisbane, la capital del estado de Queensland (también llamado The Sunshine State por su agradable clima costero que abarca miles de kilómetros de playas) para volar en el espacio y el tiempo (el huso horario cambia tres veces en este país) hasta el desierto, The Red Centre. Una vez conquistado el corazón de Australia, volar hacia el norte rozando el sudeste asiático, para descubir frondosas selvas llenas de sorpresas. Y de allí, un salto de nuevo a Queensland para sumergirme en las cristalinas aguas de la Gran Barrera de Coral y una despedida apoteósica de este país en Sydney, ciudad que te atrapa y a la que siempre , siempre, desearás volver.


Empieza ahora mi relato de pisar otro mundo de este mundo, y del revés...



Este post está dedicado a la sombra de Peter Pan. Por querer ver el mundo sin ataduras, y en libertad.

01 octubre 2006

G'Day Australia!

Es una sensación extraña pisar tierra firme tras trece horas dentro de un avión a miles de metros del suelo cruzando el océano más inmenso del planeta...
Más aún lo es, pisarla del revés.

Amanecía en Nueva Zelanda y el aeropuerto de Auckland ya bullía de pasajeros rumbo a donde fuera. Yo recorría los pasillos hacia la zona de tránsito acompañada de Arturo (Athka) y su novio, medio dormida pero completamente feliz.
Si, de repente, me hubieran pellizcado y hubiera despertado en mi cama con el pelo revuelto y los ojos pegados recordando un sueño así, no me habría extrañado en absoluto.. ¡Estaba allí abajo! No parecía real...
Nueva Zelanda me ha evocado siempre un lugar mágico, seguramente influenciada por la literatura y mi imaginación. Lo cierto es que lo estaba siendo, porque esa mañana se convertía, metafóricamente, en mi puerta de entrada al misterioso hemisferio sur.
Me despedí de mis amigos de vuelo, los cuales se dirigían a su casa en Sídney, y corrí hacia la puerta de entrada (o de embarque) a mi destino final en aquel día tan largo: La Terra Australis Incognita... ¡Australia!
Sólo quedaban tres horas más surcando el cielo para conquistarla...
Me senté junto a la ventanilla del avión intentando creer que era cierto que me encontraba allí.
Era todo muy extraño: un manto de nubes cubría a parches las aguas del Pacífico, me servía el insulso desayuno un atento maorí, estaba más cerca que en mi vida entera del Polo Sur y... ¡había desaparecido el 31 de Agosto de mi calendario vital!

Era 1 de Septiembre de 2006. Me había desplazado volando mientras dormía... hacia el futuro.

Descendíamos hacia Brisbane mientras otro guiño mágico de Gaia me sorprendía: ¡estaba volviendo a amanecer! Era un día con dos amaneceres, por lo que, a la lista de surrealistas acontecimientos de aquella jornada, tenía que sumar este tan... especial: una doble bienvenida poética del Sol para despertarme con una sonrisa en las antípodas de mi mundo conocido.

Este post está dedicado a los que soñamos sobre nuestra nube cuando estamos despiertos, deseando no dormirnos por si todo aquello que anhelamos, se hiciera entonces realidad.

12 septiembre 2006

Viajando hacia el Hemisferio Sur

Cuando uno está solo en un aeropuerto, las horas transcurren muy lentamente.
Aquella tarde, en San Francisco, el sol se ponía tras los ventanales que daban a la pista de aterrizaje y yo mataba las horas bebiendo capuccinos y leyendo a Paul Auster en inglés.
Llegué con bastante tiempo de antelación (nunca calculo bien estas cosas...) y hubo un momento en el que, sentada en aquella zona en la que no había nadie más y cansada de leer pese a lo interesante del libro, me puse a pensar en lo que estaba por venir.
Curiosamente, el libro que sostenían mis manos se llamaba The book of illusions. Ilusiones. De ellas estaban llenos mis bolsillos, precisamente, aquella noche del 30 de Agosto de 2006...
Pensé en las veces que había imaginado recorrer el mundo. Recordé los mapas que de pequeña estudiaba mientras reseguía con los dedos los países, anhelando pisarlos "de mayor", preguntándome cómo serían en realidad aquellos trozos de la Tierra pintados de distintos colores.
Pensé que no hay nada más bonito que viajar, porque te hace sentir libre, porque te enseña de los demás aprendiendo de tí mismo.
Yo estaba a punto de descubrir el hemisferio sur... Un lugar en el que lo cotidiano se vuelve distinto. Porque, en el hemisferio sur, hay más agua que tierra. Más océanos que continentes.
En el hemisferio sur las estaciones ocurren de manera inversa que en nuestro hemisferio norte (yo iba a volver a empezar un verano que, por las leyes elementales de lo que nos toca vivir por donde vivimos, ya se estaba terminando...)
En el hemisferio sur, el sol atraviesa el cielo de este a oeste sobre el norte. Por eso, al pasar el sol sobre el norte, las sombras giran en sentido contrario a las agujas del reloj durante el día.
En el hemisferio sur, los huracanes y las tormentas tropicales giran en sentido inverso a las agujas del reloj, al revés que en el hemisferio norte (la "culpa" de ello se llama efecto coriolis).
En el hemisferio sur, la Luna se ve "dada la vuelta" respecto de lo que se ve en el hemisferio norte.
En el hemisferio sur uno está, como la Luna, "cabeza abajo", mirando de frente hacia el centro de la galaxia que nos aloja...
Dejé mis pensamientos a un lado y cogí el pasaporte y la mochila.
¡El pasaje esperaba ante la puerta de embarque! Allí conocí a dos chicos de Sydney. Uno de ellos, de ascendencia griega y que me dijo llamarse Arturo al ver mi nacionalidad, era tan simpático que hizo que mis últimos minutos en Estados Unidos fueran un no parar de reír.
El avión despegó puntualmente a las 21:30. Me esperaban 18 horas de vuelo, con un transbordo en Auckland, Nueva Zelanda.
10.519,95 kilómetros viajando hacia el hemisferio sur...
Mucho tiempo que mi cuerpo no resistió sin dormir en aquel incómodo asiento de clase turista, gracias al cansancio por la excursión al Golden Gate y, para qué negarlo, a la botella de vino que pedí expresamente con la cena para caer sumida en un letargo del que desperté, en medio de algún lugar del Océano Pacífico, nueve horas después.
Ya quedaba menos para pisar el mundo del revés.


Este post está dedicado a los que sueñan con lugares imposibles que algún día, pisarán.

See you, San Francisco!





Descubriendo... San Francisco! (Day Three)

Aquel día 30 finalizaba para mí el mes de Agosto. Sí, el octavo mes de 2006 siempre tendrá para mí un día menos, pero ya os explicaré el porqué más adelante...
Salí de nuevo al mundo tras pasar mi última noche en The Mosser.
Desayuné en un Starbucks Cafe cercano al hotel. Hacía mucho frío, como de costumbre, así que pedí un capuccino grande y un trozo de bizcocho de limón para tener energía suficiente en el cuerpo (y en el alma). El cansancio acumulado hacía mella, estaba algo flojita y recuerdo tener melancolía de ciertas cosas. Pero de nuevo me animé, porque el mundo estaba de mi parte y parecía que todo fuera un escenario creado para mi persona: pedí mi desayuno, le dí un billete de diez dólares al camarero y... ¡me devolvió las monedas del cambio haciéndome un juego de magia! A veces, cuando uno no lo espera, todo se conjura para que sonriamos...
Supongo que también estaba nerviosa, porque iba a cumplir un sueño: ¡la lejanísima Australia me estaba esperando!

Salí a la calle de nuevo y comprobé que la mañana era radiante, incluso tan temprano. Era una buena noticia, puesto que aquel era el día que había planeado para hacer una excursión en bicicleta hasta el puente Golden Gate, recorriendo parte de la llamada 49 Mile Scenic Drive (carretera que permite llegar a lugares desde donde obtener las mejores vistas de San Francisco).
Así pues, cogí el cable-car en Powell Station y me situé en el lateral del coche, de pie sobre la plataforma y agarrada a la barra del tranvía, tal y como había visto hacer en las películas. Fue un trayecto muy divertido bajando la más famosa de las siete grandes colinas de la ciudad: Nob Hill.

Llegué a Fisherman's Wharf y me dirigí a uno de los muchos negocios de alquiler de bicicletas de la ciudad. De hecho, junto con la visita a Alcatraz, el paseo en bici hasta el Golden Gate es una de las excursiones más populares. Yo recomiendo hacerla, porque es imposible describir con palabras la belleza del recorrido, la sensación de la brisa del Pacífico en la cara mientras pedaleas en dirección al océano, la emoción al ver como, poco a poco, te acercas al puente... Te sientes libre y muy feliz. O, al menos, ¡así me sentí yo...!



Como he dicho, la excursión comienza en los muelles de Fisherman's Wharf. Yo soy tremendamente mala para calcular distancias, pero os puedo asegurar que hay un buen trocito desde allí hasta el puente. De hecho, entre la ida y la vuelta estuve casi cuatro horas pedaleando (con sus pertinentes paradas, por supuesto... pero cuatro horas). Recuerdo que pensaba: "¡Maadremía, las agujetas que voy a tener en Australia por lista, a quién se le ocurre darse este palizón!". Pero me reía, porque estas cosas, sólo me pueden pasar a mí.
Pedaleando, pedaleando, pasé por Fort Mason y empecé a recorrer el paseo marítimo que une este antiguo fuerte de la Guerra de Secesión americana (hoy reconvertido en uno de los centros artísticos más importantes de la ciudad) con Marina Green, la zona verde en dirección oeste en donde es habitual ver a la gente volando cometas y en donde se celebran también los fuegos artificiales del 4 de Julio. Me detuve en el puerto de Marina District para ver los barcos atracados a un lado y, al otro, las casas de la gente acomodada que habita en el lugar. Este barrio fue totalmente arrasado en el Gran Terremoto de 1.906, por lo que no queda ni un sólo edificio anterior a esta fecha en pie.


El bizcocho de limón del desayuno permitió que tuviera energía para proseguir con el pedaleo. Así, enfilé por el Paseo Golden Gate Promenade en dirección al puente. ¡Era realmente emocionante ver como me iba acercando cada vez más!
Durante la ruta, conocí a muchos ciclistas solitarios como yo de diferentes países del mundo. Era divertido, de repente hablabas con una japonesa, luego te hacía la foto un escocés, más tarde te encontrabas con dos italianos... Y todos con un mismo destino (y similar cansancio en las piernas, para qué negarlo...).
Llegué a la zona denominada Presidio, en donde se encuentra uno de los edificios más destacados de la ciudad: el Palace of Fine Arts. A muchos os sonará la rotonda abovedada porque aparece en la película The Rock, por ejemplo. Se trata de la única construcción que ha quedado de la Exposición Universal Panama Pacific de 1.915, que empujó de nuevo la ciudad de San Francisco tras el desastre de 1.906 (el terremoto y el posterior incendio, que duró más de tres días). Allí se encuentra ahora el museo de la ciencia Exploratorium, fundado por Frank Oppenheimer, creador de la primera bomba atómica.
Un poco más adelante, tomé un desvió hasta llegar a Fort Point, un austero edificio de piedra a los pies del Golden Gate en donde viven los guardas del puente. Tras un pequeño descanso, retomé la ruta y ascendí por unos caminos rodeados de eucaliptus hasta el inicio del Golden Gate. La parte suspendida del puente mide casi 2.500 metros. Además, me sorprendió saber que no está pintado de rojo (aunque lo parezca y todos lo creamos) si no de color naranja.
Mide la friolera de 228 metros desde el nivel del mar y los coches circulan por la plataforma a unos 70 metros sobre las aguas del Pacífico.
¡Es muy difícil comprender como pudieron construirlo en 1.937!
Es tan perfecto que, dicen, sólo ha tenido que cerrarse cuatro veces debido a fuertes rachas de viento. Y dicen también que, si a su inauguración acudieron 200.000 ciudadanos, en su cincuentenario (celebrado en 1.987) se cuadruplicó la cifra de asistentes... ¡y que por esa razón los cimientos de la parte central del puente están hoy hundidos un buen trecho...!
En la fotografía de la derecha, tomada desde la primera torre del puente, podéis comprobar el punto de inicio de la excursión. Al fondo, la ciudad de San Francisco. ¡Casi nada!
Una vez conquistado el objetivo, deshice el camino recorrido, disfrutando de nuevo de las magníficas vistas y volví al muelle, al Pier 41. Le devolví la bici a un chico que, por cierto, era de Madrid (y me hizo recordar con morriña a mi gran familia chulapa) y me despedí de esta ciudad tan bonita con mucha pena, muchos nervios y, sobre todo, muchas ganas de volver.
Ya en la terminal, a punto de coger el vuelo de Air New Zealand que me trasladaría hasta el hemisferio sur, quise que quedara constancia de las huellas de aquel día. Porque la brisa del océano Pacífico me puso en cuatro horas la cara más colorada del San Francisco International Airport... la cual, por cierto, podría haber competido también con cualquiera de los cangrejos del Fisherman's Wharf. Como os decía antes, lo que no me pase a mí...
Este post está dedicado, pese a mi cara colorada, a quien me puso el Sol aquel día en la Bahía...

Descubriendo... San Francisco! (Day Two)

Abrí los ojos aquel 29 de Agosto como acostumbro, es decir: sin saber muy bien quien soy ni donde estoy. Al cabo de pocos segundos, me dí cuenta: era cierto! Estaba sola en la costa oeste de EEUU y seguía teniendo por delante un viaje que jamás soñé que haría! Bajé a la calle tras abrigarme bien (no iba a cogerme desprevenida esta vez el clima de la Bahía) y esperé a que me vinieran a buscar. Porque aquel día había contratado una excursión organizada para poder visitar Muir Woods, Sausalito y la isla de Alcatraz.
A las nueve de la mañana llegó, puntual, el autocar que me llevó al primer destino: un parque nacional de sequoyas de 220 hectáreas situado a unos 50 km de la ciudad.
La niebla, como no, era espesa. El guía nos dijo que para llegar a Muir Woods teníamos que cruzar el Golden Gate y recuerdo sonreír como una niña mientras apoyaba la cabeza en la ventana e intentaba adivinar su silueta en el brumoso horizonte.
"El Golden Gate!"- pensé. Y es que es curioso como nos emociona estar en los lugares emblemáticos del mundo, ¿verdad?
Cuando llegamos nos recibió un bambi, que asomaba su cabeza entre los árboles. Porque allí hay ciervos, ardillas, murciélagos, serpientes, salamandras, búhos, cuervos... Pero los verdaderos protagonistas del parque son, sin lugar a dudas, los árboles. Se trata de un bosque de Sequoias Sempervivens (las Sequoyas Rojas de California), que se caracterizan por ser los árboles más altos del mundo. Son parientes de las conocidas Sequoyas Gigantes. Pueden medir hasta 112 metros y la edad media de las que habitan Muir Woods está entre los 500 y los 800 años, aunque hay alguna que tiene 1.100! Es decir, cuando el Imperio Maya estaba en su esplendor, los vikingos exploraban el mundo al mando de Erik el Rojo y gran parte de la Península Ibérica había sido conquistada por los musulmanes, estos árboles ya respiraban. Así que no sólo te sentías poquita cosa en ese lugar alzando tu vista al cielo...
El bosque había sido parte del territorio de los indios Miwok que habitaban el actual Condado de Marin (Marin County). Hasta finales del siglo XIX, con la llegada de la Fiebre del Oro y la gran oleada de inmigrantes en la zona en busca de fortuna, Muir Woods tenía casi 810.000 hectáreas. Una muestra más del sacrificio de nuestro planeta (de Gaia...) en pos del, en este caso, mal llamado progreso...
Conseguí aislarme voluntariamente del grupo y pasear sola en el silencio del bosque. Me dí cuenta de cuanto necesitaba la paz de la naturaleza tras tantísimos días recorriendo ciudades y aeropuertos.
Anduve solita entre las sequoyas, bordeando los riachuelos. Recorrí senderos con el único sonido de las aves que habitan el lugar y de mis pasos sobre el camino. Busqué más bambis, pero no los ví porque los animales aparecen mayoritariamente cuando el parque se cierra al público. De repente, escuché un contínuo "toc-toc-toc" y, tras unos momentos de quedarme quieta y al acecho... caí en la cuenta de que era un pájaro carpintero picoteando la corteza de un árbol! Estuve al menos diez minutos oteando todas y cada una de las ramas de las sequoyas que me rodeaban, hasta que dí con él. Me acordé del Pájaro Loco de los dibujos animados y me quedé un buen rato mirándolo, embobada.
En definitiva, aquella mañana fue una necesaria inyección de oxígeno y sosiego que me cargó de nuevo las pilas.
Nos dirigimos entonces al pueblo de Sausalito, atravesando las montañas costeras por una sinuosa carretera que aparece en la película Instinto Básico. ¿Recordáis la escena de la angustiosa persecución de Michael Douglas...? Aquí la tenéis, así podéis recorrer el paisaje desde Muir Woods hasta la entrada a Sausalito (un poquito más rápido que yo, éso sí...)
Desde Sausalito se puede ver (cuando la niebla se disipa) la ciudad de San Francisco, ya que está situado frente a ella. Alcatraz es una isla que queda a medio camino entre ambos lugares.
Cada media hora un ferry conecta las dos orillas de la bahía, pero también se puede llegar atravesando el Golden Gate.
Aquí escribió Otis Redding su canción "(Sittin' on) The dock of the bay". Este es, pues, el famoso muelle de la bahía...



Su nombre proviene de la deformación del nombre original impuesto por los primeros colonizadores españoles: "saucelito", de sauce pequeño, debido a la gran cantidad de estos árboles que allí se encontraban. Hoy en día, es un lugar eminentemente turístico cuya arquitectura recuerda algún lugar de la costa mediterránea, pero con toques yankees.
Es un lugar tranquilo en donde comí mirando el mar mientras de vez en cuando, asomaba algún tímido rayo de sol.
Después de comer, comprobé dos cosas: la primera, que aquel día la niebla no quería marcharse del todo y la segunda... que la visión del Golden Gate desde las alturas envuelto entre brumas era sobrecogedora y espectacular.
En esta foto estoy posando ante él al otro lado de la bahía, frente al Océano Pacífico. La lengua de tierra que se recorta e intuye al fondo es la ciudad de San Francisco.
El viento soplaba con fuerza y hacía mucho frío, pero yo no podía dejar de sonreír...
Desde allí, fuimos hasta el Pier 37, en el Fisherman's Wharf. Este es el punto de partida de los ferrys que llevan hasta la famosísima isla de Alcatraz, en donde se erige la antigua prisión y ahora sólo viven colonias de aves autóctonas.
El trayecto en barco dura unos diez minutos y a babor (durante el trayecto de ida) queda el puente más famoso de la ciudad.
Conforme uno se acerca a la isla, se pregunta qué sentirían aquellos presos encerrados en un lugar tan inaccesible, rodeado de las frías aguas del Pacífico plagadas de tiburones.


Allí supe de historias acerca de presos que se fugaron de maneras imposibles, como la de aquellos que nunca aparecieron tras abrir agujeros en sus celdas probablemente con cucharillas. Todo ello se relata en la película Fuga de Alcatraz.Visité también la celda donde pasó sus horas muertas el famoso gangster Al Capone, así como los lugares que los presos pisaban cada día añorando seguro su libertad.

El sol se ponía y un viento impertinentemente frio dominaba la bahía al atardecer. El ferry me dejó de vuelta en el Fisherman's Wharf y decidí volver a casa, al hotel, para descansar y recibir a mi último día en San Francisco con fuerzas tras haber descubierto tantas cosas de este trocito tan bello de la Costa Oeste americana.





Este post está dedicado a todos los que intentamos ser libres en un mundo que se empeña en encerrarnos en cárceles con altos muros que, a veces, no nos dejan ver el sol.

(Pero, en el fondo, la única barrera eres tú: sólo tienes que aprender a saltarte...)



Descubriendo... San Francisco! (Day One)

"If you're going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair..." ¿Recordáis esta canción que cantaba Scott McKenzie en pleno auge del movimiento hippie? Pues a las flores, yo añadiría sin duda que, si vais a visitar San Francisco en verano, no os olvidéis de llevar... buena ropa de abrigo!! Llegué el domingo por la noche y no me di cuenta de la temperatura que hacía. Simplemente, hice el check-in muy cansada y nerviosa y subí a mi habitación. Y qué chula era mi habitación, por cierto! El hotel está ubicado justo al lado de Union Square, donde están la zona comercial más importante y la parada de Cable Car de Powell Station. Decidí posponer mi primer viaje en tranvía y, con una valentía que todavía no entiendo debido al cansancio acumulado durante diez dias de no parar por las calles de NY, decidí subir andando las empinadísimas calles de San Francisco hasta llegar a Chinatown. Se trata de uno de los barrios chinos más importantes del mundo pero, a diferencia del de la Gran Manzana, el de San Francisco es, como todo en esta ciudad del Pacífico, infinitamente más tranquilo y... ¿cómo decirlo? Mucho menos americano. Con ello quiero decir que todo en este rincón californiano es mucho más sosegado, sin tener nada que ver con el acostumbrado American Way of Life. Es impresionante visitar San Francisco después de tantos días en Nueva York. Es un mismo país pero parecen dos puntos opuestos de una misma galaxia... San Francisco huele a flores, a eucaliptus, a mar, a chocolate (no hay que irse sin probarlo, hay muchas tiendas que lo venden e incluso una de las atracciones turísticas más importantes de la ciudad es la antigua fábrica Ghirardelli, ahora convertida en un enorme centro comercial pero tan importante en su época que los lugareños dicen que, cuando llueve, de sus paredes rezuma todavía chocolate). Si tuviera que elegir sus sonidos para transportaros hasta allí serían, por ejemplo, el traqueteo y las campanas de sus tranvías (de hecho, hay un concurso de sonidos de campanas de tranvía cada año. Es curioso, cada conductor toca una melodía distinta...). También los aullidos de los leones marinos que toman el sol en el Pier 39, los graznidos de las gaviotas y las sirenas de los ferrys que te llevan a la isla de Alcatraz. Todo éso es esta ciudad y por esta razón es tan peculiar y atrapa tanto. Por esta razón y también por otras que descubriréis a medida que vayáis leyendo este blog...
Tras visitar Chinatown, decidí seguir caminando, guía en mano, por las calles de la ciudad. Descubrí que muy cerquita estaba North Beach, el antigüo barrio italiano, con sus trattorias y sus cafés que te hacen sentir, realmente, casi a orillas del Mediterráneo. Situado a los pies de la Coit Tower (en lo alto de Telegraph Hill), sus calles están rotuladas en italiano e inglés, como en Chinatown lo están en inglés y en chino.
Y, si cierras por un momento los ojos, el olor a pizza recién hecha y capuccino te transportan a, por ejemplo, un rinconcito del Trastevere romano...
Es la zona bohemia, en donde escritores del movimiento Beatnick como Jack Kerouak se reunían para debatir de cualquier cosa o, simplemente, se sentaban pluma en mano a describir lo que veían a su alrededor para después adaptarlo a alguna de sus relevantes obras literarias. Allí se encuentra, por ejemplo, la librería City Lights (punto de referencia de la literatura estadounidense, situada en Columbus Avenue) o el Café Vesuvio. Dos clásicos para los seguidores de la estela de estos artistas. La estrecha calle que separa ambos locales se llama, precisamente, Jack Kerouak Street.
Recuerdo aquella fría mañana, en la que paulatinamente se fue abriendo el cielo, disipando la niebla y apareciendo el sol (un tendero mexicano de Chinatown me dijo que es lo habitual: mañanas grises, mediodías serenos y tardes de nuevo entre brumas) repitiéndome constantemente, como un extraño mantra "Madre mía, Esther, estás en San Francisco, ha empezado tu vuelta al mundo, estás sola y te esperan tantas cosas..!". Si hay algo que me gusta de mí es que me adapto enseguida a cualquier sitio, pese a no haber estado nunca allí, aunque no tenga nada que ver con mi mundo. Es como si tuviera una capacidad innata para sentirme del lugar que piso casi de manera automática. Me mimetizo y por éso me resulta tan fácil y placentero viajar, incluso sola. Por éso aquella mañana estaba tan tranquila recorriendo un lugar tan lejano y distinto.
Llegué a Washington Square bajando por Columbus Street, yendo en dirección al mar. En esta plaza hay un bonito parque en el que, cómo no, se ven padres lanzando bolas de béisbol a sus hijos (los cuales tienen una de sus manos envuelta en un guante de cuero que es más grande que su cabeza, como en las pelis). También hay turistas curiosos, jóvenes enamorados tumbados en la hierba, perros con sus amos y... vagabundos. Muchos vagabundos. Es una de las cosas que más sorprenden de San Francisco: la cantidad de homeless que se ven en sus calles. Son como sombras, entes de otro mundo. Viven escondidos cuando sale el sol y comienzan a aparecer a medida que éste cae y comienza el frío que porta la niebla. No son nada agresivos, no te dicen nada. Están, pero es como si no estuvieran, en cierto modo. Cubiertos de sus andrajos te miran pero parece que no te vean... A diferencia de Nueva York, pueden estar en cualquier barrio de la ciudad.
En esta plaza es habitual (y tremendamente curioso) ver como a cualquier hora del día enormes grupos de chinos hacen Tai-Chi para ejercitar su cuerpo y su mente. Me senté bajo la estatua de Benjamin Franklin, con un par de vagabundos a un lado y una familia de americanos rubios al otro y admiré aquellos trazos lentos que los asiáticos dibujaban en el aire y bajo el sol.

Al cabo de un rato, tras decidir mi nueva ruta, crucé Washington Square, presidida por la Saint Peter and Paul's Catholic Church y cuya banda sonora son las decenas de loros de colores que cantan en las copas de sus árboles. El destino era la cima de Telegraph Hill, en donde está una curiosa torre circular que preside la ciudad y que, en origen, fue una atalaya de defensa de la misma. La Coit Tower, que se yergue como una columna romana sobre una colina de San Francisco. Desde este punto se divisa toda la bahía. De hecho, se divisa toda la ciudad. La vista es de 360 grados y es interesante subir allí (por cierto, es tan empinada la ascensión que en lugar de calles, son escaleras!) para poder situarte por primera vez. Esta es la primera foto que pedí que me hicieran en mi viaje. No sabía que, al final ya no me daría tanta vergüenza hacerlo..! Al fondo, se ve el distrito financiero y el famoso edificio Transamerica Pyramid, de 260 metros de altura, con una original forma de huso y, por supuesto, a prueba de terremotos. Por cierto, una de las características más sorprendentes de esta pirámide es que está rodeada por una de las pocas arboledas urbanas de sequoyas del mundo.
Cabe decir que, uno de los muchos encantos de esta ciudad es la poca altura de sus edificios. Solamente en el Financial District se alzan varios rascacielos que, por cierto, no rompen con la armonía de la ciudad cuando la divisas desde el mar. Hace unos años, y mediante referéndum, los habitantes de San Francisco decidieron que ya no se construyeran más. Curiosa gente, la de este lugar...
Una vez me hube emocionado (ésa es la palabra cuando uno fija su vista por vez primera en la bahía de San Francisco, con el Golden Gate como puerta de entrada desde el Pacífico, al fondo la mítica isla de Alcatraz), comencé el descenso de la colina para dirigirme a Lombard Street. La calle con mayor pendiente del mundo (unos 27 grados) que tuvo que ser convertida en la calle más sinuosa del mundo para que, con sus curvas, los coches pudieran descenderla sin que ocurriera lo que solía ocurrir: que volcaban.

Aparte de ser una de las calles más peculiares del mundo es, sin duda, una de las más bellas: la eclosión de color y el olor de sus flores es increíble. San Francisco y las flores... Qué ciudad tan bonita! Ahora entiendo mejor la canción de Scott McKenzie...

Posé ante mi cámara para unos simpáticos bilbaínos; los cuales, por cierto, me preguntaron cómo había podido andar tantísimo en este primer día en la ciudad (me entendieron cuando les dije que venía de Nueva York, claro está). También me advirtieron del fenómeno de la niebla. "Ya verás esta tarde, sobre las cinco. Este sol irá desapareciendo y la niebla lo cubrirá todo!". Lo que os contaba. Poca gente imagina que este rincón californiano esconde este secreto en verano. De ahí que uno de los souvenirs estrella de sus tiendas sean, precisamente... los anoraks y los gorros de lana!
De Lombard Street, a Fisherman's Wharf: el muelle de los pescadores. El puerto. Con su olor a sal, a petróleo, a guano. Con el bullicio de los turistas (este es el punto neurálgico de esta ciudad). Con sus puestos de Crab Chowder (una especie de sopa espesa de cangrejo que se come dentro de una hogaza de pan) y de marisco a la plancha. Delicatessen autóctonas que yo no pude probar pese a ser de lo más típico y a pesar de mis tremendísimas ganas de hacerlo por culpa de mi (maldita) alergia a estos bichos marinos...
Había salido el sol, pero hacía un viento tremendo. De hecho, tampoco era nada extraño en aquel lugar. Pero sí bastante incómodo. De todas formas, no me importó porque sonreía. Todo el rato sonreía... Estaba en San Francisco, más lejos que nunca de casa, sola.. Y me sentía tan libre..!
Apareció cerca de mis ojos la isla de Alcatraz y recordé aquella película tan bonita protagonizada hace casi un millón de años por Burt Lancaster llamada, precisamente, El Hombre de Alcatraz. Era como cuando, caminando por las empinadas calles de San Francisco esperaba ver en cualquier momento a Steve McQueen conduciendo un Mustang, como en Bullitt. De hecho, el estar sola en aquel rincón del mundo me hacía ver las cosas como no si no fueran reales. Como en un sueño...

Llegó la hora de comer, pero antes quise encontrarme con los que serían mis habitantes preferidos de la ciudad: los leones marinos del Pier 39. Sus aullidos te acompañan constantemente y es una experiencia tremendamente divertida sentarte a ver cómo se pelean por conseguir el mejor puesto de las plataformas para tomar el sol. Se trata de una colonia que se instaló aquí tras el terremoto de 1.989 y que ya no emigra como sería lo normal. Su casa es el muelle 39. Se han aburguesado, vamos.. Y son la atracción de todo aquél que visita la ciudad.


Paseé por el muelle, repleto de tiendas (alguna muy curiosa, como la tienda de magia Houdini y una divertida tienda de caramelos de mil colores, formas y sabores) y también de lugares donde comer. Había puestos de fruta fresca que podía comerse sola o (ñam) bañada en chocolate caliente, puestos de hot-dogs, por supuesto y muchas, muchas tiendas de galletas y de chocolatinas. También había un tío-vivo, malabaristas callejeros... Era, efectivamente, una suerte de muelle de las tentaciones...
Decidí comprar algo para almorzar y sentarme al sol en un banco, mirando los barcos atracados en el puerto y también las gaviotas y los pájaros que me observaban a mí, expectantes por si podían conseguir algo para comer. Allí me acordé de las personas a las que quiero y deseé que estuvieran sentadas conmigo en aquel lugar...

Luego estuve admirando el Golden Gate allá a lo lejos, sin poderme creer todavía que estuviera allí, ante mí y me comí un muffin y un capuccino calentito para combatir el frío sentada frente a los leones marinos del Pier 39. También escribí postales y pensé en todo y en nada.
Y, de repente, la ví: llegaba la niebla. Parecía un ser monstruoso, como en el relato (llevado al cine) de Stephen King...

El cielo perdía paulatinamente el brillo del sol y el viento, que no había cesado, te helaba sin su calor. Todo el mundo empezaba a irse a sus casas y yo hice lo mismo. Por primera vez cogí un tranvía en San Francisco y fue durante un bellísimo y frío atardecer...



Había terminado mi primer día sola en el otro lado del mundo. Y había sido maravilloso.






Este post está dedicado a alguien que estaba cerquita de mí aquella noche al irme a dormir, aunque tuviera su mente en otro lugar. Estaba cerquita, porque siempre lo está y porque me quiere tanto que me envió un abrazo virtual para resguardarme del frío de la bahía...